lunes, 25 de agosto de 2008

David Bowie, Leonard Cohen y otros mas

Trabajé un tiempo en un market ubicado en la “pequeña Italia”, más específicamente en la calle Prince. El barrio era bien ficho, un poco bohemio, lleno de cafés donde recitan poesía y librerías acogedoras, bares con “música clásica de fondo” y markets con flores en la puerta. Me gustaba bastante trabajar en un lugar así. De vez en cuando podía ver gente famosa, algunos incluso entraban al market. Era Ramón, un mexicano con más de diez años en NYC y cajero del local, que conocía a los famosos del barrio. Ramón hablaba poco ingles pero si lo entendía perfectamente. Me sorprendía la naturalidad con la que conversaba con algún actor, cantante o personaje famoso. Los trataba de igual a igual, como si fueran viejos conocidos. Confieso que sentía envidia por esa “amistad”. Con David Bowie, por ejemplo, visitante nocturno del market, solían conversar de música mexicana, incluso intercambiaban discos. A veces, David se animaba a tocar unas tonadas. Claro que no siempre conversaba. Leonard Cohen compró alguna vez unas galletas. Me sorprendía de él su tranquilidad al hablar y su clase al vestir. Un terno elegante y un sombrero negro tipo Gardel. A veces entraban las chicas de Sex and the City o algún actor de alguna película que vi alguna vez. El lugar no era para nada aburrido. Manhattan es así, pasa algo siempre. Cada día es una experiencia nueva.

Me gustaba caminar por ese barrio, comer lentamente un crepe con sabor a blueberry. En mis días libres iba a almorzar al barrio chino. Me gustaba (hasta ahora) la “Black tapioca” con leche y té verde, o jugo de algún sabor. Me hacía sentir muy bien haber encontrado un lugar donde a pesar de estar solo había encontrado cosas que me gustaban. Comencé a pensar que mi vida en NYC tenía un sentido, que había encontrado mi lugar en este mundo. Un lugar donde vivir. Comencé a sentir miedo de acostumbrarme a esa vida que no es mía. A sentir miedo de quedarme y borrar mi pasado a la mala. Tal vez inconcientemente estaba inventando mi felicidad para no pensar en regresar a Lima. Tal vez es solo miedo a la soledad. Tal vez es que no existe un lugar donde ser feliz. Hubiera matado porque alguien me escuchara en esas caminatas al menos un minuto para que me de algunas respuestas. En ese momento me di cuenta que habían pasado dos semanas sin hablar mas de un minuto con alguien, y nadie se mostraba dispuesto a hablar conmigo. ¿Es esta la vida que quiero?